Cuando se te va tu nena, sentís que se te parte el corazón… No hay forma de dejar de llorar e
hipar, tenés ganas de tirarte en su cama y oler todo. Tratas de mirar lo
positivo, pero lo único que consigues es seguir extrañando. Pero de repente te
das cuenta que para eso la criaste, para darle alas y dejarla volar, que no la
podes retener en esa jaula con algodones… Pero duele, duele mucho.
Al poco tiempo
(horas nada más), percibes que ella está feliz, que ha llegado al primer
escalón de “su propia vida”, y te sentís orgullosa de la mujer que criaste,
aunque quieres que vuelva a despertarte con un beso y un abrazo, y a meterse en
la cama con papá y mamá y no con una llamada de “llegue bien”.
Dicen que cuando
nacen, no volvés a dormir, yo dormí como una bendita desde que la conocí, pero
ahora que no está en su cuarto, lleno de peluches e implementos electrónicos,
me cuesta saber que si necesita algo básico yo no voy a estar ahí, como sus tés
de canela, o jengibre, su cena o simplemente el beso antes de dormir.
Muchos padres
pueden sentirse como yo, otros tuvieron la ventaja que sus chiquitos se mudaron
de barrio nada más, pero la mía se fue lejos.
Pero tengo que
agradecer muchas cosas que ella me dejó, a su padre, principalmente, ellos dos
son lo más importante de mi vida. Un cuarto para convertirlo en mi estudio. Un
montón de cosas de arte, para seguir improvisando en mis ganas de crear. Miles
de prendas de vestir. Pero lo más importante es saber que ella es feliz, que se
enfrenta ante a su futuro, que es fuerte
y puede salir adelante, que nadie ni nada la va a hacer retroceder. Es por eso
que estoy tan orgullosa de ella y que en el fondo siento que nosotros, como
padres, cumplimos con nuestro principal cometido, ayudarla a ser toda una mujer.