Hace unos veintitantos años atrás, todo el mundo pensó
que en el Uruguay los cines iban a cerrar. Y efectivamente, el interior del país
se quedó sin salas de proyección y las grandes salas de Montevideo se convirtieron
en estacionamientos, iglesias Pentacostales, automotoras o simplemente en
grandes edificios vacíos.
Pero surgieron los centros comerciales y con
ellos vinieron los complejos cinematográficos. Con entradas que incluyen
refresco y palomitas de maíz, panchos y cervezas.
La gente dejó de ir al cine y luego a cenar,
porque las panzas estaban llenas de bebidas carbonatadas y maíz inflado. Las
salas se llenaron de olor y ruido a “popcorn” acaramelado y de gente. Esa fue
la fecha (aproximadamente) en que comenzaron mis ataques de pánico cuando hay
multitud de gente comiendo (sin pensar) maíz, tal cual ave de corral. Ese fue
el motivo por el que me alejé del cine. Sin contar que a El Santi no le son
compatibles sus lentes para ver de lejos con los lentes 3D.
La semana pasada una amiga contó la anécdota
que tuvo en una sala de “cine culto”. La señora mayor que estaba sentada a su
lado le reprochaba su forma compulsiva de comer “pop” en una sala donde
proyectaban una película de cine francés, aduciendo que ese tipo de tentempié es
para películas tipo “Rambo”. Quiero mucho a mi amiga, pero le doy la razón a la
señora.
Hoy vuelvo a las salas cinematográficas. Espero
que el público presente opine lo mismo que la señora de cine francés y el público
admire una obra de arte en vez de picotear maíz cual gallina clueca.
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